martes, 9 de septiembre de 2014

Lluvias de monzón

Creo que nunca había apreciado y odiado la lluvia tanto como hasta ahora. Quizás porque nunca había vivido las lluvias de monzón. 

En mi pequeña casa, en medio del bosque, escucho la lluvia caer. Fuerte cae cada gota, millones de gotas. Siento la tentación de salir y sentir la lluvia caer sobre mí, pero para el momento que consideré seriamente salir el chaparrón cesó. No quiero una llovizna, quiero un vendaval, una tormenta. 

Conforme pasan los años, me siento más joven y más vieja. De pronto me encuentro viajando con gente 9 años menor que yo y no me percato. Sí, claramente hay diferencias entre ser un profesional con mediana experiencia y un recién egresado de la prepa. Sin embargo, las pasiones no tienen edad. El deseo de conocer nuevos lugares y vivir lo que uno no imaginó vivir tan inusitadamente llega a a los 15, 20, 30, 50 años... Conocí a un jubilado gringo que vivía en Nepal feliz, en un hostal. Rodeado de jóvenes, se veía joven él mismo. Llevaba en Katmandu 2 meses y aún no sabía para cuando irse. Incluso mi abuela a sus setenta y tantos años se avienta su tour internacional anual, sin fallo.

A veces me siento vieja, cuando me topo con que mi pequeño primo ya termina la primaria o con la quincuagésima conocida que se acaba de comprometer, espera un hijo o el segundo. Entonces regreso a mi realidad biológica y me cuestiono: ¿será que ya debería buscar sentar cabeza?

Y lo pienso, me mal viajo, como dicen. 

Pero no, mi vida no es normal. O eso me gusta pensar. A veces volteo atrás y veo todo lo que he hecho estos 27 años y comprendo lo afortunada que he sido. La vida me ha dejado ver tantas cosas que no tengo palabras para agradecer a cualquiera que sea el Dios responsable por tantas bendiciones. Y cierro los ojos y veo mi propia película de memorias pasar. 

Puedo empezar a llorar en cualquier momento sólo de recordar. 

Ahora entiendo a mi padre cuando me dijo, hace no mucho, que las fotografías no valen nada a lado de nuestros recuerdos. Cosas como ver a mi hermano dormido en el asiento de junto en alguna carretera de Nepal; a mis amigos caminando por las calles desiertas de Ahmedabad, buscando defenderse de los perros callejeros; a los hijos de Jumoke corriendo en la mañana gritando "Auntie Lauraaaa"; la sonrisa de mi novio mientras corríamos por la playa; el silencio en la cima de la montaña en Mount Abu y mis amigos mirando el horizonte; los consejos de mi padre mientras recorríamos China; el bullicio indio percibido desde la cima del fuerte de Jodphur el fin de semana pasado. 

Y al final, el mundo es igual.

Después de conocer a gente de tantos lugares he entendido que la búsqueda del sentido trasciende cualquier nacionalidad, religión o idioma. El amor se encuentra en el lugar menos pensado. Los ángeles existen. El silencio habla. El dolor cura. El amor nos mueve. 

Tengo tanto amor, siento tanto amor. 

Y sé que he lastimado a mucha gente, sobre todo a la gente que más amo. Creo que a veces son aquellos que más nos conocen los que tienen la mala fortuna de toparse con nuestras peores versiones. Espero aprender a herir menos y a amar más. La vida es un cambio constante y como bien aprendí de El Rey León, "el cambio es bueno pero no es fácil". 

Así que hoy no pude pensar en nada más que en retomar este espacio y escribir un poco, en medio de la soledad uno encuentra la paz para pensar un poco y entender lo mucho que no apreciamos por estar viviendo al ritmo de esta civilización descontrolada, de esta época de inmediatez digital. 

Gracias a todos los que han estado ahí, lejos, cerca. Cada uno me ha hecho una mejor persona, les agradezco por estos 27 años de aprendizaje. 

Y ha parado de llover. Sin embargo, espero que caiga un diluvio mañana o más tarde. Ésta vez saldré a empaparme, sin titubear.